Luis Eduardo Díaz, fue el último de los hijos de Gonzalo y Mireya, un matrimonio pobre y sin amor.
En contradicción a la dureza de su padre con sus hijos y su esposa, Lucho siempre fue grande de corazón, solidario, leal y sobre todo, frentero.
La relación con su padre siempre fue difícil, un hombre egoísta y que nunca le demostró afecto. Ni siquiera cuando Lucho sacó las mejores notas del salón. Con tan solo unos meses de haber ingresado al colegio, su padre no tuvo palabras de ánimo para él, solo se burlaba de sus sueños de ser abogado y le reclamaba por no salir a trabajar con su madre y ganarse el plato de comida diario. Lo único bueno que sacó Lucho de su experiencia en el colegio, además de aprender a sumar y restar, leer y escribir, fue su amistad con Rubén, un niño un poco menor, pero con el que la amistad surgió naturalmente.
A 10 años, Lucho escoge la soledad y rudeza de la calle a estar bajo el mismo techo de su papá. Pero la vida en la calle sacó lo mejor de Lucho: arriesgado, sincero y trabajador, no solo no sucumbió a los peligros a los que se enfrentaba en ese mundo, sino que sobrevivió con gracia, y consiguiendo amigos que realmente lo apreciaron, como el viejo Arnoldo, su mentor y reemplazo paterno.
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Lucho ha sido siempre un enamorado y soñador. Sabe que Dios no lo premió con belleza y buena dentadura, pero sí con "chispa para ganarse amigos" y "pepa" con las que se ha ganado enemigos. Las dos, cualidades inseparables para alcanzar sus dos grandes conquistas: el amor y el poder.